El derecho penal es un instrumento, entre otros, para asegurar una convivencia pacífica y ordenada, ajustada a las pautas democráticamente establecidas, en el que hay ámbitos donde las reflexiones utilitarias adquieren un papel predominante. Ello es un fenómeno que no debe en principio cuestionarse, y que ha sido teorizado con frecuencia bajo los conceptos de necesidad frente a merecimiento de responsabilidad o de pena, racionalidad pragmática o instrumental frente a racionalidad valorativa, razones de oportunidad o conveniencia, intereses político-criminales o político-jurídicos en general, o principio de subsidiariedad. La punibilidad, los llamados elementos de procedibilidad, determinadas instituciones de la imposición o ejecución de la pena y ciertas causas de extinción de la responsabilidad criminal son algunos de los emplazamientos más frecuentes de este tipo de argumentación.
Sin poner en duda la legitimidad y conveniencia del predominio de aspectos utilitarios en ciertas instituciones y decisiones jurídico-penales, deseamos al mismo tiempo manifestar nuestra preocupación tanto por ciertos defectos que presentan como por algunas evoluciones que se están registrando en este campo, y que pasamos a esbozar.
El indulto es una institución anterior a la revolución liberal que se vincula al derecho de gracia del monarca, el cual ejerce su soberanía por voluntad divina. En ese sentido, resulta de problemático encaje en sociedades basadas en la soberanía popular y en la división de poderes. A su ejercicio es inherente, además, el arbitrio de quien posee esa facultad, en la práctica el poder ejecutivo, lo que tropieza abiertamente con derechos constitucionales y principios fundamentales, entre los que se puede destacar el de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.
Nuestra constitución ha cerrado el paso al uso amplio e indeterminado del indulto mediante la prohibición de los indultos generales –art. 62. i–. En efecto, ellos reflejan de manera especial la arbitrariedad propia de la institución, en cuanto permiten al poder ejecutivo, desligado de los otros poderes del estado, acordarlos en ocasiones coyunturales u oportunistas, casi siempre irrelevantes en el marco de un reflexivo control penal. Por otra parte, no puede olvidarse que los indultos generales, de uso relativamente frecuente en países de nuestro entorno, como Francia, Italia y en menor medida Alemania, sin perder su carácter indiferenciado y coyuntural, se están empleando para aligerar periódicamente la congestión carcelaria, de modo que sus bajas tasas de encarcelamiento nacionales no pueden entenderse sin esa práctica. La institución pasa a desempeñar, de esta forma, una función perversamente legitimadora de políticas criminales previas poco fundamentadas.
Mantenida la institución en términos más razonables, como indulto individual –art. 130.1.4º del código penal y ley provisional de ejercicio de la gracia de indulto, de 18 de junio de 1870– presenta asimismo rasgos muy preocupantes que merecen ser reconsiderados.
A favor de la institución habla el que permita atender en última instancia al principio de proporcionalidad, cuando la aplicación obligada de la ley da lugar a resultados punitivos sentidos como excesivos. También permite tener en cuenta la sobrevenida ausencia de necesidades preventivo-generales o especiales intimidatorias, o de necesidades preventivo-especiales resocializadoras. De todos modos, debería recurrirse de forma preferente a otras vías, como una mayor discrecionalidad judicial a la hora de determinar la pena o de vigilar su cumplimiento, o el aprovechamiento de instituciones individualizadoras de la determinación y ejecución de la pena, como la sustitución de la pena, la remisión condicional, el tercer grado o la libertad condicional, entre otras, que pueden solventar un buen número de casos.
En contra de la persistencia de la institución del indulto están, sin duda, las serias objeciones de principio más arriba mencionadas. A ellas puede añadirse la de que la mayoría de los decretos de concesión de indultos acuerda la conmutación de unas penas por otras; eso supone una sustitución extrajudicial de la pena que se realiza, no solo al margen de los requisitos establecidos en el art. 88 CP, sino de cualquier otro criterio debidamente explicitado. Por otra parte, su uso constituye a menudo una alternativa para no emprender necesarias reformas orgánicas o legales, como en el caso de las dilaciones indebidas o los delitos relacionados con las drogas.
Además, su práctica actual en el ordenamiento español está dando lugar a situaciones muy insatisfactorias: Su concesión por el poder ejecutivo ha acentuado con demasiada frecuencia sus características arbitrarias, de forma que la capacidad de presión e influencia políticas de los afectados o sus representantes de- viene determinante, además de ser, cada vez más, una vía para eludir la pena de quienes ejercen el poder político o económico o de los encargados de ejecutar sus instrucciones. Baste decir que recientes estudios muestran que, en términos relativos, los delitos más frecuentemente indultados son ahora los concernientes a la administración pública. Por otra parte, su empleo es más frecuente de lo que suele pensarse, con una tasa de indultados, totales o parciales, de más del 3 por mil del total de penados, con algún pico ocasional que se aproxima al concepto de indulto general. Y todo ello mediante decisiones del ejecutivo que, desde la reforma de 1988 de la ley de indulto, no precisan ser motivadas.
En consecuencia, mientras se mantenga el instituto del indulto, es preciso un profundo replanteamiento de su regulación mediante una nueva ley que no permita su uso como un instrumento alternativo de justicia a disposición del ejecutivo, sino que incida en las razones extraordinarias para su empleo, debido a la ausencia de otras alternativas regladas, en casos de ausencia de necesidad punitiva. La nueva ley deberá, asimismo, prever un régimen más determinado del indulto, requerir una motivación individualizada de las concesiones y denegaciones de la gracia, y posibilitar algún tipo de control jurisdiccional.
La prescripción de los delitos, y de las penas y medidas de seguridad, tiene buenas razones a su favor. El transcurso de un plazo de tiempo significativo tras la comisión del delito sin que medie procedimiento contra el presunto culpable priva de legitimidad al ejercicio de la potestad jurisdiccional al violarse la garantía jurisdiccional del principio de legalidad –art. 24.2 CE–, afectándose, entre otros derechos fundamentales, la seguridad jurídica y el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas. Por otra parte, el excesivo retraso en la ejecución de la pena o la medida afecta al contenido aflictivo de la condena al prolongar el estigma que conlleva, e introduce incertidumbre en los planes vitales del condenado si la ejecución se retrasa por causas a él no imputables. Pero es que, además, en todos los casos los efectos preventivo-generales y preventivo-especiales a lograr con la imposición de la pena o su ejecución se atenúan o incluso desaparecen con el retraso en la condena o en su cumplimiento.
Mientras los argumentos contrarios a esta institución ligados al posible premio que se puede otorgar al delincuente astuto o con fortuna no tienen peso suficiente para renunciar a ella, las razones vinculadas a la difícil persecución de ciertos delitos o a las persistentes necesidades preventivas referidas a delitos de especial gravedad, como los crímenes cometidos por los estados, merecen ser consideradas. Creemos, sin embargo, que ellas no afectan a la propia existencia de la institución, sino que deben tenerse en cuenta a la hora de fijar los plazos de prescripción.
En efecto, diferenciadas necesidades preventivas, singularmente preventivo-generales, aconsejan que los plazos de prescripción del delito y de la pena se acomoden a la gravedad del delito imputado o de la condena impuesta, incluso que los plazos de prescripción de la pena sean más prolongados que los de la prescripción del delito, dado que en el primer caso estamos ante una condena firme y en el segundo ante una mera presunción de responsabilidad. También es asumible que se ajusten en alguna medida los plazos de prescripción del delito a la probable dificultad de su efectiva persecución.
Sin embargo, es apreciable en diversos países del mundo occidental una creciente tendencia político-criminal a declarar imprescriptibles a cada vez un mayor número de delitos. Esos delitos se escogen con frecuencia a partir de criterios que no tienen que ver con razón alguna de las antedichas. Más bien son los fenómenos bien conocidos de populismo rigorista, construcción de modelos securitarios o derechos penales de emergencia los que explican es- tas decisiones político-criminales. El fenómeno, que ha progresado notablemente en Iberoamérica y que cada vez está más presente en la política criminal europea, se ha acentuado en España, tras la ampliación que ya se produjo en 2004, con la reforma penal de 2010 que ha declarado imprescriptibles los delitos y penas de terrorismo con resultado de muerte. Además, no faltan voces que propugnan ulteriores ampliaciones a otros delitos y sus penas, como algunos sexuales, que encarnan una de las cazas de brujas de la política criminal contemporánea.
Es preciso volver a una rigurosa consideración de los argumentos que abogan por la prolongación de los plazos de prescripción o por su desaparición en determinados delitos. La difícil persecución del delito, su especial gravedad o la arraigada persistencia en el recuerdo son razones de peso, pero no están en condiciones de contrarrestar en todos los casos los buenos argumentos, antes aludidos, a favor de la institución de la prescripción. De ahí que se deba reflexionar sobre el criterio que permita decidir los casos en los que extraordinariamente el régimen pueda ser la imprescriptibilidad, así como sobre los plazos adecuados de prescripción en los diversos grupos de delitos y penas.
Las dilaciones indebidas en la administración de justicia dan lugar, como ha señalado nuestro tribunal constitucional, a procedimientos penales injustificadamente prolongados en los que no se guarda un equilibrio razonable entre la satisfacción de los intereses litigiosos y las garantías de las partes, por un lado, y el tiempo requerido para ello, por otro lado. Esos retrasos infringen el derecho fundamental a un proceso público sin dilaciones indebidas –art. 24.2 CE–. Recientemente nuestro legislador ha intentado paliar esas insatisfactorias consecuencias mediante la creación de una atenuante de la responsabilidad –art. 21.6ª CP–, reconociendo así una práctica jurisprudencial mayoritaria que se servía hasta entonces de la atenuante de análoga significación del código penal.
La nueva atenuante encuentra dificultades para su justificación en el marco de los conceptos propios del derecho penal y procesal penal. La privación ilegítima del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas no puede originar una disminución de la culpabilidad del sujeto, ya que esta va referida a la conducta antijurídica del propio sujeto y, además, no se ve afectada por hechos posteriores al delito. Tampoco el daño producido por un proceso en exceso dilatado conlleva un menor merecimiento de pena a tenor del principio de proporcionalidad, pues la pena proporcional va referida al hecho cometido. Es cierto que, a semejanza del fundamento de la prescripción, una lenta verificación de la responsabilidad y de la sanción priva parcialmente de fundamento al ejercicio de la potestad jurisdiccional, y que el paso del tiempo ha podido atenuar las necesidades preventivas de imposición o ejecución de la pena. Lo que quizás podría aconsejar una atenuación de la pena.
Pero, si los fundamentos dogmáticos de la atenuante son discutibles, los efectos político-criminales derivados de su creación son indeseables. Dejemos de lado que la atenuante no produce beneficio alguno en quien resulta más perjudicado por el prolongado proceso, el imputado finalmente absuelto, que no tenga respuesta para la víctima que ve aplazado injustificadamente el momento de su resarcimiento civil, incluso que no siempre las dilaciones perjudican al imputado. Tampoco vamos a profundizar sobre los potenciales, e inquietantes, efectos expansivos de la introducción de la atenuante para solventar, mediante la atenuante de análoga significación, las violaciones de otros derechos funda- mentales procesales.
Sobre todo, la atenuante resulta contraproducente en la medida en que puede convertirse en excusa para no abordar el problema de fondo: La reducción de la pena en supuestos que son de deficiente funcionamiento de la administración de justicia trabaja objetivamente en la dirección equivocada, esto es, frenando o justificando la ausencia de iniciativas encaminadas a superar esas carencias de la administración de justicia que producen las dilaciones indebidas.
Deberían, por tanto, explorarse otras vías alternativas que fueran a la raíz del problema o que, al menos, no consolidaran su arraigo. En el primer sentido, no se puede eludir por más tiempo un decidido empeño político judicial encaminado a superar o atenuar sensiblemente los déficits estructurales de la administración de justicia, así como a exigir de forma efectiva a los agentes jurisdiccionales responsabilidad por injustificados retrasos. En el segundo sentido, habría que retomar otras posibilidades de abordar las consecuencias de las dilaciones indebidas quizás apresuradamente descartadas, como el otorgamiento de las indemnizaciones correspondientes de acuerdo al art. 121 CE, o las declara- ciones de nulidad del procedimiento de acuerdo al art. 283.3 LOPJ, entre otras pendientes de desarrollo conceptual y legal. Mientras se llevan a término esas soluciones más satisfactorias, no cabe descartar la vía de la atenuación de la responsabilidad, aunque sea un remedio altamente cuestionable, además de un peligroso precedente para los derechos fundamentales.
La institución de la conformidad del acusado en el proceso penal ha alcanzado un volumen y una difusión en nuestro orde- namiento jurídico que merece una seria reflexión. Cifras oficiales indican que en 2011, y solo en los procesos abreviados, las decisiones judiciales fundadas en la conformidad del acusado oscilan
entre el 48% –CGPJ– y el 68 % –FGE–, si bien hay fundadas razones para pensar que existe una cifra oculta importante que permitiría alcanzar porcentajes de hasta el 85% en algunos juzgados. Por otra parte, nuestro ordenamiento procesal prevé ya seis modali- dades o variantes de conformidad, presentes en los procesos pe- nales ordinarios y especiales, y que difieren entre sí, entre otros aspectos, en el tipo de proceso en el que aparecen, en el momento procesal en el que tienen lugar, en los límites de la gravedad de la pena objeto de acusación, en la amplitud de la negociación entre las partes, y en el margen de discreción del juzgador.
Entre las razones que han impulsado el sorprendente desa- rrollo actual de una institución ya conocida hace tiempo en nuestro procedimiento penal predominan, desde luego, las de naturaleza pragmática. Podemos citar, entre otras, las siguientes: Una administración de justicia superada por el volumen de litigiosidad, que ha llevado a sus responsables y a muchos juzgadores a intentar garantizar unos mínimos de eficacia aun a costa de renunciar a una mayor justicia de la decisión. La idea de que no resulta eficiente un completo desarrollo del proceso en relación con delitos menores o flagrantes. Y la desasosegante convicción de que, ante delitos sofisticados, es preferible un acuerdo entre acusación y defensa a una correcta determinación de responsabilidades que parece inalcanzable con los medios disponibles.
Junto a ellas aparecen ciertamente otros argumentos de fondo: La tendencia a introducir en el proceso penal instrumentos propios del derecho privado, El progresivo distanciamiento de un estricto principio de legalidad, apreciable no solo en la demandas de impulso del principio de oportunidad en la persecución penal, sino también en la pérdida de interés en que la condena responda estrictamente a la responsabilidad del acusado, aun entendida en su sentido más amplio. El deseo de limitar innecesarios efectos de criminalización secundaria de los acusados. Y la perspectiva de lograr rebajas de pena sustanciales dentro de un ordenamiento penal excesivamente riguroso con ciertos tipos de delincuencia.
Algunas de las razones antes aludidas merecen consideración, en especial las relacionadas con la delincuencia menor o con la reducción de los efectos estigmatizadores del proceso y de la pena. Si se consideraran suficientes para mantener la institución, conviene sentar desde un principio unos criterios que habrían de regir la conformidad procesal en nuestro ordenamiento:
Cualquier formulación coherente de la conformidad procesal exige que ella esté debidamente integrada en un contexto más amplio, que corresponde a la denominada justicia negociada. Su función debería complementar a las que pueden desempeñar instituciones como la resolución de conflictos por vías procesales alternativas, el principio de oportunidad en la persecución penal, la mediación penal y la justicia reparadora.
Mientras tanto, o preferiblemente dentro del contexto precedente, resulta inaplazable plantearse la sostenibilidad de la actual práctica y regulación de las conformidades procesales.
Las razones pragmáticas a su favor deben ser confrontadas con otras alternativas que pudieran resultar más convincentes para atenderlas: De nuevo y ante todo, reformas orgánicas y procedimentales que faciliten el llevar a término los procedimientos penales con respeto de todas las garantías procesales. Entre aquellas, y con las debidas cautelas, un mejor aprovechamiento del papel del ministerio fiscal a lo largo de todo el proceso. La despenalización de conductas de bagatela y faltas, o su enjuiciamiento al margen del proceso penal, es también algo a tener en cuenta.
La persistencia de la institución supone igualmente dotarla de una nueva configuración, que permita acomodarla a buenos fundamentos materiales y pragmáticos. Parece claro que esa nueva configuración pasa por una simplificación de su regulación, con una sola modalidad debidamente reglada para los diversos procesos. Habrá que reflexionar igualmente, desde sus fundamentos, sobre todos los aspectos constitutivos de la institución, por ejemplo, los supuestos en los que, más allá de referencias automáticas a la pena imponible, quepa conformidad; el papel a desempeñar por los diferentes actores jurisdiccionales; o la entidad del efecto punitivo favorable derivado de la existencia de conformidad procesal.
Con la implementación de las propuestas precedentes y otras, la conformidad del acusado nunca habrá de superar cier- tos niveles de frecuencia, que debieran ser sustancialmente más bajos que los actuales.
Por lo demás, los borradores y anteproyectos de una nueva ley de enjuiciamiento criminal deberán ser sometidos a escrutinio a la búsqueda de sus aciertos y errores en materia de justicia negociada en general y de conformidad del acusado en particular.
En Madrid, a 17 de noviembre de 2012.