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Manifiesto por una nueva política criminal en materia de terrorismo

1. El terrorismo constituye uno de los problemas más graves que tiene planteados la sociedad actual. Supone una amenaza obvia para los fundamentos y, por tanto, la propia supervivencia del sistema democrático y no cabe duda de que junto a otro tipo de medidas, singularmente las de carácter social o político, también desde el ámbito jurídicopenal se debe ofrecer una respuesta.
Ahora bien, es precisamente en la legislación antiterrorista donde el Estado democrático viene mostrando de modo más patente una tendencia autoritaria que a menudo prescinde de la observancia de los más elementales principios del Derecho penal moderno y que lesiona gravemente las garantías individuales. En este contexto, España ha sido la primera nación europea que ha otorgado carta de naturaleza constitucional, en el art. 55,2 CE, a un Derecho excepcional o de emergencia que, precisamente por su incardinación en la legislación ordinaria, ha dejado de serlo.
Se comprueba fácilmente como el calificativo terrorista presenta una desmedida vis expansiva por cuanto se invoca por el poder para hacer frente a fenómenos y actitudes de muy distinta naturaleza, en ocasiones de mera disidencia política, y para justificar decisiones político-criminales difícilmente compatibles con los valores de libertad y pluralismo que proclama nuestro texto constitucional. Debe destacarse el papel que desempeña en la obtención de la complicidad de la opinión pública el mensaje del miedo. Resulta sumamente útil exagerar la trascendencia del terrorismo, utilizar en el propio provecho a las víctimas y asegurar que es menester limitar la libertad para alcanzar la seguridad, aunque para eso se confundan conceptos o se extienda su ámbito a posiciones de discrepancia política o ideológica. La prohibición de partidos políticos, el cierre cautelar de medios de comunicación o la tipificación penal de las consultas populares son buenos ejemplos de ello.


2. El primer problema que se plantea es la delimitación de este fenómeno, quizás porque el terrorismo además de hacer referencia a un hecho delictivo es un concepto con una fuerte carga emotiva o política que en cada momento y lugar ha sido aplicado a realidades muy diversas que difícilmente pueden recibir un tratamiento unitario, pero también porque la indefinición permite una utilización oportunista e interesada del término; la gravedad de las medidas legales que cabe imponer requiere, sin embargo, que el legislador se pronuncie de forma clara y taxativa sobre qué tipo de hechos pueden ser calificados como terrorismo.
El acto terrorista constituye una negación de los derechos fundamentales a través de la utilización de la violencia como medio de terror por parte de estructuras organizadas con fines políticos. Estos elementos permiten diferenciar el terrorismo de la que pudiéramos denominar delincuencia violenta común, pero también de la mera disidencia e incluso de quienes llevan a cabo una utilización esporádica o no planificada de la violencia. Es el uso sistemático de la violencia como forma de lucha política, fuera de los cauces democráticos, lo que fundamenta el desvalor jurídico, tanto en los casos en los que se pretende la modificación del sistema político como en aquellos otros en que se busca su preservación.

3. La estructuración de los delitos de terrorismo debe fundamentarse, en su caso, en una adecuada diferenciación de las diversas conductas punibles según la gravedad de los ataques a los bienes jurídicos y el grado de implicación en las actividades del grupo terrorista. La vigente regulación de los delitos de terrorismo, modificada en numerosas ocasiones antes y después de la entrada en vigor del CP de 1995, además de no recoger ninguna definición expresa de terrorismo, contempla el denominado terrorismo individual o no organizado lo que, unido a que también admite junto a la finalidad política de subversión del orden constitucional la más indeterminada de alterar gravemente la paz pública, supone una grave distorsión del concepto mismo de este fenómeno.
Resulta igualmente reprochable la identificación que se produce entre autoría y participación, delito consumado y fases ejecutivas imperfectas o preparatorias, lo que contradice principios básicos del Derecho penal. Del mismo modo, el tipo de colaboración pretende sancionar cualquier clase de conducta de favorecimiento, lo que convierte el precepto en un instrumento técnico diseñado en buena medida para eludir ciertas dificultades de prueba, pasando a ser una guía para la incriminación autónoma de conductas que de otro modo constituirían en muchos casos actos preparatorios o de encubrimiento impunes. Por lo que se refiere a la apología, cuestión siempre polémica, la reforma de la LO 7/2000 ha supuesto no sólo la reaparición de la clásica conducta de apología del terrorismo, en la que se criminalizan meros actos de opinión o disidencia, sino asimismo la introducción de un tipo que, al penar la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de delitos terroristas o de sus familiares, incorpora una previsión legal no sólo discutible en sí misma sino al mismo tiempo productora de un trato desigual en la protección de los diferentes tipos de víctimas.

4. En cuanto al nivel de punición establecido para las conductas delictivas de terrorismo, se han superado con creces los límites impuestos por los principios de proporcionalidad y humanidad de las penas. Es el caso, por ejemplo, del art. 572, que impone una sanción de 20 a 30 años de prisión en supuestos de resultado muerte, sin distinguir siquiera entre conductas de asesinato u homicidio. Lo mismo sucede con las penas derivadas de la aplicación de las reglas del concurso de delitos, que podrán llegar hasta los 40 años siempre que uno de los delitos en concurso tenga prevista pena superior a 20 años. Otro ejemplo lo puede constituir la duración de la pena de inhabilitación absoluta, que a tenor del art. 579,2 podría alcanzar los 60 años de duración, constituyendo el equivalente a una muerte civil.
Asimismo, debería plantearse una revisión del sistema premial vigente en la actualidad con el fin de alcanzar, en su caso, resultados que no estén reñidos con los principios básicos del Estado de Derecho, en particular, con los principios de igualdad y de seguridad jurídica.

5. En el ámbito procesal, la existencia de una jurisdicción especial, la Audiencia Nacional, implica alteraciones de las reglas procesales ordinarias que resultan difícilmente justificables cuando no claramente contrarias al texto constitucional. Así, por ejemplo, la posibilidad de restricción del derecho de defensa, prohibiendo la libre designación de letrado, o la medida de prórroga de la detención policial que hoy resulta claramente innecesaria e incluso peligrosa pues puede ser utilizada como un instrumento de doblegamiento de la voluntad contradiciendo además los derechos constitucionales a no declarar contra uno mismo ni confesarse culpable.
En general, las medidas antiterroristas en este ámbito suponen una desmedida ampliación de las facultades policiales como en los supuestos de incomunicación de detenidos, registros domiciliarios o suspensión del derecho al secreto de las comunicaciones.
Por todo ello cabe concluir que en el Estado democrático se sigue utilizando la legislación penal contra el adversario político, contra el enemigo del sistema, concepto este último que ha experimentado una desmedida ampliación difuminando las cada vez más tenues fronteras entre el terrorismo y la disidencia. Pero además, y sobre todo en este ámbito, se olvida con frecuencia que el Derecho penal debe ser el último de los instrumentos de intervención y que, como se ha puesto de manifiesto en las recientes conferencias internacionales, también y especialmente es necesaria una intervención social, que proscriba las desigualdades, y política, que facilite el diálogo, para acabar con la violencia política.

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