Group of young women from different cultures spending time together

Manifiesto sobre la diversidad cultural y Política Criminal

La coexistencia de grupos humanos de muy diverso origen y cultura constituye uno de los fenómenos más característicos de las sociedades modernas, en particular de las que se han dado en llamar sociedades desarrolladas. Nuestra sociedad. por sus propias particularidades internas, ofrece un ejemplo claro de esa pluralidad de culturas y tradiciones. Por lo demás. esta situación, históricamente arraigada, se ha visto enriquecida en los últimos años por el ingreso constante y creciente de personas de ámbitos culturales distintos, cuyas formas de vida, ideas y costumbres no pocas veces se distancian considerablemente de los valores mayoritariamente compartidos. De ahí que la diversidad cultural constituya hoy un aspecto fundamental de nuestra realidad social que el Estado, desde sus más diversas instancias, debe prestar particular atención con el fin de dar las respuestas adecuadas.

Especialmente compleja se presenta esta tarea en el ámbito del Derecho penal donde las soluciones rápidas y al hilo de los acontecimientos. sin una reflexión profunda de sus consecuencias, pueden resultar insatisfactorias e incluso contradictorias. De ahí la necesidad de establecer las bases para un tratamiento del fenómeno acorde con los principios constitucionales, punto de partida imprescindible para abordar luego la tarea de concreción de los criterios político-criminales que deben presidir la regulación penal vinculada con el fenómeno del multiculturalismo

En este sentido. los grandes principios sobre los que se estructura el Estado social y democrático de Derecho en la Constitución española apuntan a un modelo de convivencia basado en la tolerancia recíproca e integración efectiva de culturas diversas (igualdad de derechos en la diversidad), donde tanto los individuos como los grupos en que se integran deben encontrar garantizado su derecho de actuar y expresarse libremente en plenas condiciones de igualdad. Particular trascendencia adquiere en este contexto la expresa prohibición de cualquier tipo de discriminación fundada en circunstancias personales o sociales (art. 14 de la Constitución).

La Constitución española ofrece las bases para una valoración claramente positiva de la diversidad cultural, lo que implica que las respuestas legales a dicho fenómeno no deben abordarse como soluciones a un «problema» de las sociedades modernas, sino como medidas de fomento y protección de uno de los pilares sobre los que se asienta nuestro modelo de convivencia. El Estado, a través de sus diversos mecanismos, debe promover las condiciones para la integración de los distintos grupos humanos. respetando sus caracteres diferenciales y favoreciendo el desarrollo de una sociedad cada vez más permeable a los valores provenientes de culturas no mayoritarias. Ello implica la necesidad de una integración respetuosa de las diferencias. evitando en todo caso la imposición de medidas que conduzcan a procesos forzados de aculturación.

El papel activo que corresponde al Estado en este ámbito se deduce con toda claridad del art. 9 2 de la Constitución, donde se impone a los poderes públicos el deber de «promover las condiciones para quela libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas». De ahí que no sea suficiente un reconocimiento formal de la igualdad como principio rector de la política legislativa, sino que es necesaria, además. una tarea positiva que tienda a remover los obstáculos que impidan o dificulten, el pleno goce de tales derechos.

El respeto y reconocimiento de las particularidades diferenciales cuyo punto de apoyo no es otro que la plena vigencia de los derechos humanos, debe coordinarse, sin embargo, con los deberes y límites genéricos que impone la Constitución a todos los ciudadanos con el fin de garantizar la convivencia. De nuestra norma fundamental se extraen, en efecto una serie de reglas esenciales de convivencia que constituyen el auténtico núcleo de la sociedad civil y que, en ese carácter, deben ser asumidas por todos De ahí que aún en el supuesto de que se admitiera que el contenido concreto de los derechos humanos puede estar sujeto a variaciones dependientes de los valores propios de las diversas culturas, deba reconocerse a aquellas reglas esenciales el carácter de límite del derecho a la diversidad. No se pretende con ello buscar una coartada que permita justificar medidas dirigidas a imponer a las minorías los valores predominantes en la sociedad, sino más bien reconocer la existencia de un marco global de actuación -unas «reglas de Juego»- sin el que no seria posible la convivencia. Fenómenos tales como los malos tratos corporales o las mutilaciones sexuales, admitidas como costumbres en determinadas culturas. no pueden ser aceptadas en el marco de la ética de los derechos humanos sobre la que se asienta nuestro ordenamiento jurídico.

De la valoración realizada hasta aquí sobre el fenómeno de la diversidad cultural en el contexto de nuestro Estado social y democrático de Derecho, pueden extraerse dos grandes principios político-criminales que deberían presidir las decisiones legislativas en este ámbito específico

Ante todo, el deber de los poderes públicos de adoptar medidas dirigidas a prevenir actitudes discriminatorias en el seno de la sociedad y en segundo lugar, el deber del propio Estado de evitar actuaciones que puedan interpretarse o de hecho signifiquen un trato discriminatorio.

En relación al primer aspecto, una política de prevención de conductas discriminatorias no debe implicar necesariamente la intervención punitiva. Sería prioritario definir estrategias de carácter eminentemente social al servicio de la integración de las minorías (por ejemplo extranjeros. minorías religiosas. gitanos) y evitar la huida sistemática al derecho penal cuya adecuación y eficacia en este campo es más que dudosa

Sin embargo, no pueden ignorarse las agresiones contra tales colectivos, convertidos en punto de mira de grupos intolerantes y violentos, que, junto a la agresión de bienes jurídicos fundamentales atentan directamente a la dignidad personal y, en su caso, a la pervivencia de su identidad como grupo. En estos supuestos la intervención penal resulta legítima, siempre que en aras de una mayor efectividad no se sobrepasen los límites que presiden y circunscriben la criminalización de conductas.

Los principios de intervención mínima, lesividad y responsabilidad por el hecho cometido constituyen barreras infranqueables de la intervención penal cuya vulneración pone en peligro toda una estructura de defensa de las libertades

Por ello debe replantearse la formulación de preceptos totalmente indeterminados, como el de «provocación al odio racial» recogido en el artículo 51O del nuevo Código penal, o la agravante genérica de motivos racistas o similares. que pueden conducir a interpretaciones penalizadoras del pensamiento entrando en contradicción con la protección constitucional de la libertad ideológica

Debemos hacer notar, asimismo, la contradicción en que se mueve la propia intervención penal al establecer distintos rangos de tutela cuando prima a determinados colectivos (como sucede con la mención expresa al antisemitismo en algunos preceptos art. 22.4 y 510 1) o cuando degrada la protección dispensada a otros (art 314 en relación a la discriminación en el empleo).

En cualquier caso debe evitarse una instrumentalización meramente simbólica del derecho penal, convertido en mecanismo de simple pedagogía social -para convencer a los ciudadanos de que se debe respetar a las minorías-, que serviría de coartada para no activar políticas eficaces de reconocimiento y promoción de los derechos de esos grupos.

Por lo que se refiere a las medidas provenientes de los propios poderes públicos es patente el deber de evitar regulaciones que directamente impliquen cualquier clase de discriminación. Pero no es éste el único aspecto del problema. Más frecuentes son aquellas medidas que, sin tener un contenido directamente discriminatorio, suponen sin embargo, un hato diferencial de hecho o, en todo caso, favorecedor de valoraciones sociales negativas hacia ciertos grupos humanos. Es lo que sucede con el derecho de extranjería, que parte de una definición negativa del inmigrante -como «el de fuera”, el que no pertenece a nuestra comunidad política- favoreciendo así una percepción social excluyente.

En este último sentido, resulta particularmente criticable el amplio receso a la expulsión del territorio español del que hace uso nuestra legislación en relación a los extranjeros condenados o simplemente procesados por la comisión de cierta clase de delitos (arts. 89 y 108 del nuevo Código penal): Que el Estado se permita establecer medidas sancionatorias distintas a las que impone a cualquier Ciudadano infractor de la ley penal poco favorece el fomento de un clima de aceptación e integración multicultural. Quizás más discutibles resulten aún la «detención preventiva» el internamiento, la devolución sin expediente, el rechazo en frontera y la permanencia en la Aduana del solicitante de asilo.

Por lo demás, existen otras situaciones dependientes de la actividad de los poderes públicos que, sin estar basados en medidas legales o reglamentarias de contenido discriminatorio, se traducen, en los hechos, en un trato desigual. Ello sucede. por ejemplo. si se atiende a la fase de cumplimiento de la condena. Aun cuando la legislación no establece diferencias entre nacionales y extranjeros en este punto. lo cierto es que la casi total ausencia de medidas asistenciales concretamente dirigidas a éstos se traduce en serias dificultades para el disfrute efectivo de ciertos beneficios, como, por ejemplo, los permisos de salida o el acceso o terapias de desintoxicación, a proyectos educativos, al régimen abierto o a la libertad condicional.

Esas regulaciones y prácticas constituyen una manifestación de racismo institucional porque en estos casos el Estado actúa como ente legitimador de la exclusión de la comunidad política de ciertas minarlas.

Cuanto se ha dicho no significa, sin embargo, que la ideología, religión, modos de vida, lengua, etc. de determinados sectores de la población no coincidentes con los valores mayoritarios pueda justificar toda clase de actuaciones -sin limitación alguna- de quienes forman parte de dichos colectivos. A partir de los reglas básicas de convivencia trazadas en nuestro ordenamiento jurídico podría admitirse una intervención de los poderes públicos limitada a los casos de integración forzada en determinados grupos -cualquiera que sea su signo ideológico- cuando concurra un serio menoscabo de la libertad de decisión individual en la línea establecida en el nuevo Código penal (art.515.3°).

En San Sebastián a 30 de marzo de 1996.

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